Entre las piedras


Para comprender este relato primero hay que ponerse en contexto. Hay que empezar por saber que en ese momento yo vivía en La Reina, en Lynch Norte con Simón Bolívar para ser más exacto. Tenía entre 11 y 12 años y me la pasaba jugando Nintendo 64 o andando en skate con mi grupo de amigos. Pero sin duda el momento favorito de todos era cuando hacíamos las pichangas en el estacionamiento de piedras al fondo del condominio. Tratábamos de dividir los equipos de la forma más justa posible, pero yo siempre quedaba en el equipo con el Nacho y el motivo era simple y fácil de entender. Él tenía la camiseta Reebok de Chile, la del Mundial del 98’, con el número 11, la que usaba “El Matador”, y yo tenía la misma, pero con el 9 de Iván Luís en la espalda. Una hermosa coincidencia que nos hacía soñar con jornadas históricas y finales de campeonato. Después de todo, quién sería tan infame de separar a los SA – ZA.

En esos años entrar a la cancha todos juntos de por si era motivante. Los partidos duraban 2 o 3 horas y los marcadores no bajaban de los 10 goles por equipo. Una vez empatamos a 30, ¡sí, a 30 goles por equipo!. Pero algunos días estas pichangas tenían un sabor especial, para mi por lo menos, y esto era por una vecina que vivía en el pasaje de al lado. La Cami, una niña rubia que llamó mi atención desde el día en que la conocí. Era la mejor amiga de la hermana chica del Nacho, mi partner en el ataque. Para ser sincero, en ese tiempo yo solo quería jugar fútbol y andar en skate todo el día, el resto del mundo tenía cero importancia para mi. Aunque debo admitir que los partidos que jugábamos con las niñas como público tenían una motivación extra. Todos tratábamos de lucirnos y de asegurarnos, mirando de re ojo, que la barra femenina estuviera atenta a nuestras jugadas. Yo trataba de hacer algún gol y mirarla, así como para dedicárselo, después de todo no podía negar que ella me atraía más que el resto. Terminaban los partidos y volvíamos a ser niños, yo en la calle con mi tabla y ella con sus amigas haciendo quizás qué cosa.

Hoy, muchos años después, somos buenos amigos con la Cami. Aunque lo más importante, me atrevo a decir, es que las pichangas en las que estaba como espectadora, fueron de las mejores que me jugué en la vida, ya que no solo estaba en juego la victoria, además tenía que jugar para la galería. Finalmente a punta de esfuerzo y una forma extrovertida de jugar, lograba que me mirara, o por lo menos eso creía yo. Al fin y al cabo lo que importa es que yo era feliz jugando para ella, porque de eso se trata el fútbol, de un amor puro e incondicional que te hace soñar con los ojos abiertos.

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