El mismo bar
Siempre
entraba al mismo bar, era mi rutina de cada día después de soportar las 8 horas
que estaba encerrado en un cubículo frente al computador respondiendo correos y
contestando el teléfono. El cantinero ya ni me miraba, me veía llegar y servía
el mismo trago de todas las noches y yo, fiel a mi estilo, dejaba sobre la
barra la misma cantidad de dinero de siempre. Tomaba el vaso y me refugiaba en
el rincón más oscuro del lugar, miraba al resto de la gente y las analizaba mientras
pasaba la noche. Estaban los borrachos típicos, esos que nadie sabe de donde
sacan el dinero para estar en ese estado, pero se las ingeniaban para que todos
los días el bar fuera su fuente de escape. También veía a las mujeres mayores,
que iban en buscan de hombres de buena situación económica. Muchas veces se me
acercaban y yo con cara de pocos amigos les decía “oye, solo tengo para pagar
por mis tragos, no pierdas el tiempo”, después de eso se alejaban rápidamente
en busca de una nueva victima de sus encantos. Porque también habían algunas
que llamaban mi atención, pero realizar ese tipo de inversión estaba lejos de
algo que mi bolsillo pudiera costear.
Yo
era un joven agraciado, no lo niego, pero las circunstancias de la vida me
habían hecho convertirme en alguien que desconfiaba de todo el mundo y solo se
conformaba con beber cada noche al ritmo de la música que el ebrio de turno pusiera
en el tocadiscos. A esa altura de la noche ya me había acercado a la barra 3 o
4 veces en busca de mi dosis de whisky que mágicamente hacía que la vida
cobrara otro sentido. Déjame explicarte algo. Trabajaba de lunes a viernes de 9
de la mañana a 7 de la tarde y mi maldito jefe estaba todo ese tiempo riéndose
a carcajadas en su oficina, mientras tanto yo me dedicaba a apagar todos los
incendios que se presentaran en la empresa. Algunos días pensaba “maldito hijo
de puta, que sería de ti sin nosotros, tus malditos peones”. Pese a eso, me
gustaba mi trabajo, mis compañeros se encargaban a diario de que la hora de
almuerzo fuera un momento grato al encender los cigarrillos de marihuana que
ellos llevaban, los cuales hacían más llevadero el resto del día. Yo, sin ser
un fanático de esa droga, iba con ellos al parque para poder distraerme y dejar
de pensar en todas las cosas que me agobiaban.
Volviendo
a mi bar de cabecera. A medida que pasaban las horas, las conversaciones y las
interacciones se iban volviendo cada vez mas agresivas y acaloradas. Siempre
agradecía una buena pelea que nos hiciera salir al callejón que se encontraba
en la salida lateral del bar. Una vez dos hombre estuvieron casi por media hora
dándose de golpes, fue un espectáculo maravilloso. Se daban de golpes con una
coordinación envidiable y ninguno de los dos caía al piso. Prueba de ello es
que tuve que ir un par de veces adentro del bar a rellenar mi vaso y cada vez
que salía los dos seguían dándose de golpes. Finalmente cayó el más grande y
todos celebramos al ganador como si se tratara de la final de un Mundial. Una
pelea así merece ser celebrada y vitoreada, pues realmente fue un privilegio
para los que tuvimos el placer de verla en vivo y en directo. Esa noche el
ánimo estuvo a tope, todos brindamos por el ganador invitándolo a beber gratis
durante toda la velada. Fue una fiesta espectacular que acabó con la policía
llegando al local por ruidos molestos. Maldigo al puto vecino que llamó a esos
perros.
Finalmente,
como cada día, volvía caminando a mi departamento. Estaba como a media hora del
bar, pero el tiempo dependía de mi nivel de borrachera. Algunas veces tardaba
hasta una hora en llegar y otras veces hacía el camino en 20 minutos. Saludaba
al conserje con un frío “buenas noches” y él me miraba con cara de estar
pensando “otra vez tú” y yo sólo seguía de largo. Entraba a mi hogar y buscaba
sin suerte algún trago escondido en algún rincón. Vaciaba las botellas vacías en
un vaso y alargaba un poco la angustia de estar solo otra vez, porque
finalmente me di cuenta de que ese era mi problema, estar solo. Tenía
sentimientos encontrados con la soledad, me gustaba a ratos en primer lugar
porque era el nombre de mi madre y además me daba la oportunidad de escribir y
poder ser yo en todo momento, un ser despreciable a ratos. Pero por otro lado
me hubiese encantado no ir a ese bar y llegar a un lugar donde alguien
estuviese esperándome. Alguien que no existía, pero que confiaba en que
llegaría con el pasar del tiempo.
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